Fecha de publicación 15/04/2018
Marruecos para locales Marrakech como un 'Marrakchi'
Una actitud diferente, una ciudad diferente
Parecen haberse resignado. Los marrakchis –como se denominan los habitantes de esta urbe–, tienen asumido que, casi allá donde vayan, se cruzarán con visitantes de medio mundo a la caza del exotismo moruno de la ciudad roja. Y es que el año pasado batieron todos los récords: dos millones y medio de turistas –¡más del doble que locales! – se rindieron a la gran capital del sur de Marruecos; la más divertida y bereber de sus Ciudades Imperiales. También, la más irresistiblemente auténtica.
No obstante, hay una forma tangencial y diferente de sumergirse en la ciudad. Para ello solo hay que dejarse inundar del espíritu autóctono, empezando por compaginar los lujos europeos con los placeres autóctonos en lugares como el Hotel Iberostar Waves Club Palmeraie Marrakech, un oasis de paz en pleno palmeral donde los platos típicos de la cocina marroquí se disfrutan en sus restaurantes y donde el relax se resume en un concepto: Spa Sensations.
Y después de estos caprichos genuinos, la ciudad espera con una óptica y unas propuestas diferentes que hay que saber disfrutar.
LOS LUGARES DE SIEMPRE, COMO NUNCA
Su majestad, la PLAZA
Así sin más, pero en francés –es decir, la place– se refieren todos a Jemaa el Fna, el plazoletón que, a la entrada de los zocos, palpita como un corazón alegre. Cierto que para intentar pasar por un local no hay sitio peor, pero venir a Marrakech y no dedicarle al menos una tarde es sinónimo de andar MUY despistado. Además, cada noche es el punto de reunión de sus vecinos.
Por la mañana tiene menos gracia, repleta de puestos donde desayunarte un zumo de naranja recién exprimido por el equivalente en dírhams a ni siquiera medio euro. Luego irán asomandolas tatuadoras de henna, capaces de florearte la mano de dibujos antes incluso de haber dicho que adelante, seguidas de los encantadores de serpientes que hacen bailar a las cobras con el soniquete de sus flautines. Pero es al caer el sol cuando levanta el telón este escenario delirante, repleto sí de turistas, pero mucho más de marrakchis que acuden puntuales a aplaudir el espectáculo noche sí noche también: abuelos con sus nietos, parejas castamente del brazo o, rompiendo tópicos, a veces también de la mano; grupos de amigos o amigas, algunas con pañuelo a la cabeza y otras en minifalda y maquilladas etc.
Tronchados de la risa, corrillos sobre todo de hombres rodean a los charlatanes que narran cual bufón medieval sus historias desternillantes. En los corros de al lado, desde púgiles y equilibristas hasta brujos y vendepeines, tragaespadas o sacamuelas. Y por todas partes, los estridentes músicos gnawa que no te perdonarán una moneda como te vean desenfundar la cámara. Acuérdate de llevar suelto en el bolsillo y afloja la mosca, ¡que esta gente está trabajando!
Entre la humareda del otro lado de la plaza quedan los puestos de comida. Como si supieran leerte con solo mirar, los camareros te hablarán en castellano antes de que hayas abierto la boca y te soltarán algún chascarrillo sobre política o fútbol. Quienes se sientan abrumados por tanto exceso, siempre podrán auparse a los cafés con terraza en las alturas que cercan Jemaa el Fna. Todo un clásico, el Argana, el Glacier o el Café de France, perfectos para cazar los mejores atardeceres. Eso sí, para admirar la plaza sin casi turistas, tendrás que quedarte hasta tarde.
El faro de la Koutoubia
La verás, pero no la pisarás. El espigado minarete de esta mezquita almohade, gemelo de la hoy católica y sevillanísima Giralda, despunta sobre el cogollo de esta ciudad tan a la horizontal. Su interior está prohibido a los infieles, como todas las mezquitas de Marruecos salvo la Hassan II de Casablanca. La cosa, sin embargo, no tiene nada que ver con el integrismo. Fue el general Lyautey, máximo responsable del Protectorado francés, quien avergonzado por cómo sus soldados pisaban con sus botas las alfombras sobre las que rezaba la gente, prohibió acceder a los templos a cualquier no musulmán.
Toma nota y, si te invitan a una casa, haz ademán de descalzarte al entrar. Por amabilidad te dirán que no hace falta, pero harás bien en insistir.
Aprendiendo a decir “no” en los zocos
Repletos de tiendecitas y de compradores, hay que reconocer que intimidan. Te perderás seguro en cuanto salgas de las arterias principales, pero solo abandonándolas será posible asomarse a su verdadera vida de barrio. Y cuanto más te adentres, mejor.
Por sus callejones irán aflorando los talleres de alfareros y tejedores, joyeros y perfumistas; la placita de Rahba Kedima, con los kilims del Atlas colgando por sus balcones y los cuchitriles de los adivinos que prestan aquí sus servicios, entre las herboristerías o farmacias bereberes con remedios hasta para la impotencia, los vendedores de especias y los repiqueteos de caldereros, carpinteros y herreros antes de alcanzar las pozas donde se tiñen las lanas y se curte el cuero.
Aunque a las mezquitas no deberías intentar colarte, sí merece la pena buscar por la ciudad vieja la medersa de Ben Youssef –la monumental escuela coránica que antaño alojaba a casi mil estudiantes–, así como el Palacio de la Bahía y las ruinas de El Badi, sobrevolado por las cigüeñas casi al lado de las tumbas Saadianas. Dicen que este cementerio de sultanes cercado entre muros fue descubierto por los franceses cuando sobrevolaban la medina tratando de cartografiarla. ¡Como si se le pudiera confeccionar un mapa al laberinto!
Pero de donde realmente será difícil escapar es de la palabrería de los vendedores. Basta una sonrisa, un tímido bonjour, y ya estarás probándote unas babuchas que ni siquiera te gustan a menos que hayas aprendido antes a decir que no. Listos como el hambre, saben que a los infieles nos cuesta, y se aprovechan.
Al Kosybar, en el antiguo barrio judío o mellah, van sobre todo extranjeros a tomarse una copa a la tarde, aunque también merodean jóvenes locales tratando de conocer a gente nueva. Mucho más secreta, la preciosa colección de imágenes en blanco y negro de la Maison de la Phographie, o los cafés literarios, conciertos y exposiciones de Dar Cherifa, un riad del XVI donde disfrutar incluso de un brunch en su patio de las mil y una noches versión siglo XXI.
Guéliz e Hivernage
En estos barrios erigidos por los franceses ya habrá más probabilidades de camuflarse entre los locales si se prescinde de la camisa de flores y el palo selfie. No solo encontrarás todas las marcas de lujo que en el mundo hay, sino también los caftanes de diseño de Fadila El Gadi y los originales bolsos de Lalla, el mobiliario de decoración de Yayah o, a dos pasos del refugio añil de Yves Saint Laurent, las colecciones de creadores marroquís que alberga la concept-store 33 Rue Majorelle.
No faltan escondites como la pastelería Le Petit Fours, a la que, tras el centro comercial Carré Eden, acuden los vecinos a buscar los mejores dulces, o el restaurante donde incluso aprender a elaborar el suculento pan marroquí o todo un señor cuscús de la mano de las mujeres desfavorecidas que forman en cocina en el Amal Women Training Centre.
Quedan igualmente por aquí instituciones del clubbing más canalla como Le Comptoir y Theatro. Pachá, porque no podía faltar uno en Marrakech, queda más a las afueras, de camino al Bô Zin, donde la jet local se entrega a los dj sobre su pista entre las palmeras mientras otros se dan menos duro calzándose unos dim-sum.
FUERA DE RUTA
De picnic con los marrakchis
Como en Italia, los marroquíes rara vez perdonan la passeggiata de la tarde. Pero cuando empieza el calor y en las casas no hay quien pare, los parroquianos toman directamente los parques de cada barrio, lar orillas ajardinadas de la muralla y cualquier avenida con verde. Tumbados para cenar a la fresca, de los tápers sacan ensaladas y pastelas y frutas, y hasta alguna se lleva el infiernillo para hacerse un té a la menta o calentarse una tangia o un tagine.
No hay mejor lugar para comprobar que los marrakchis, especialmente los que no viven del turismo, son la gente más simpática y sociable del mundo. A poco francés que chapurrees acabarás dando palmas con alguna familia que, igual, hasta tiene un cuñado trabajando en Granollers. Con las cimas nevadas del Atlas como telón de fondo, los jardines de la Menara, donde antaño venían los sultanes a relajarse con sus concubinas y sus músicos, son también perfectos para un pic-nic entre locales, así como, de camino, las 130 hectáreas de olivos de Ghabat Echabab, cerca de la puerta de Bab Jdid.